miércoles, 28 de noviembre de 2012

Sobre la violencia política


1. Introducción

Mi propósito con estas líneas es humilde y sencillo. Me interesa, por un lado, abrir una línea de debate sobre la cuestión de la violencia en el contexto actual, donde su presencia se ha intensificado tanto.  Hoy en día, comienza a crecer como forma de expresión  en diferentes estados de articulación discursiva, pero sobre todo, parece ser omnipresente bajo la forma de una violencia estructural especialmente intensa en algunos grupos y zonas.

Además de lo anterior, me interesa reivindicar la filosofía política como herramienta de análisis de la realidad, tratando de mostrar de qué manera los textos no sólo nos sirven para elaborar modelos teóricos y estimular nuestro pensamiento, sino que pueden servirnos para orientar la acción, la praxis política.  Para este texto en concreto, utilizaré casi únicamente un breve artículo de Hannah Arendt.

Elijo sus ideas esbozadas en el texto Reflections on violence por su brillante análisis teórico, pero también por el problema que ella plantea.   Tanto en su tiempo como en el nuestro, la violencia no suele ser discutida en profundidad, sino tan sólo aceptada o rechazada desde el plano emocional. Sigo a la autora creyendo que es necesario que entendamos su naturaleza para fortalecer nuestro juicio ante un tipo de situaciones que cada vez, si no me equivoco, van a ser más frecuentes.

El contexto de hoy en día es violento en sí misma, y pienso que eso nos legitima para hablar con libertad sobre ello.  Desde hace unos meses ya no sólo existe la violencia estructural que se ejerce a través de la injusta aplicación de las leyes y el implacable gobierno de la economía bajo el signo de la crisis. También se ha añadido a ellas una violencia física por parte de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, así como una violencia mediática y política por parte de unos representantes a los que no se les pide tanto que salven al país cuanto que escuchen a sus gentes.  

Por si fuera poco, la razón que nos obliga a tratar este tema no sólo es su vigencia, sino que además este debate ya ha cobrado forma en nuestras calles y sus argumentos se desarrollan cada vez con más intensidad.  Silenciar nuestras voces a este respecto no sería tan sólo antidemocrático, un bozal al ciudadano, una ceguera añadida a la anterior desposesión; sino también una incapacidad manifiesta para comprender una realidad que ya existe y juzgarla con la libertad necesaria.

Ocasiones como las vividas en durante la noche del 14N llaman al juicio, a tratar de hacer un esfuerzo al plantearnos nuestras acciones. Sobre nosotros pesan emociones enfrentadas pero muy cerca de la piel incluso cuando las recordamos y hablamos sobre ellas, aunque sea tan sólo la adrenalina que el recuerdo nos trae al cuerpo.
Siendo así, es importante encontrar maneras de comprender la situación y comprendernos a nosotros mismos. Los escenarios de violencia, al ser tan tensos, nos dejan vulnerables al estrés y la pérdida de control. Juzgarnos a nosotros mismos desde la serenidad no se trata de anestesiar la realidad, ni mucho menos de anular unas emociones que también forman parte de nosotros, sino de conciliar dos formas complementarias de vivir nuestra realidad: lo que sentimos con lo que nuestra cabeza piensa que es lo correcto.
2. Planteamiento

Esta reflexión parte por tanto de un mirar alrededor,  y reflexiona sobre lo político. En otros lugares, desde Atenas a Gaza, la violencia se configura como una herramienta más con la que diversos grupos tratan de lograr sus decisiones. Me gustaría aclarar, antes de entrar en el propio debate, que no trato aquí de responder a todas las preguntas que la violencia plantea. No voy, por tanto, a reflexionar sobre todos los aspectos de la violencia, sino sobre su sentido político.

Para ello, quisiera aclarar que la discusión que abro se refiere a una situación ya dada, y para ser ampliada con otras, requiere también que éstas sean analizadas. En el contexto de la noche del 14 N, es necesario considerar que la situación violenta se produjo en un enfrentamiento entre manifestantes y policías. Y además, que este enfrentamiento no formaba parte de la marcha, que constituía más el contexto que la causa del mismo.  Siendo así, parece que lo que se produjera fuera una lucha de poder entre dos grupos: los manifestantes y las Fuerzas del Orden.

Esta lucha de poder podría entenderse desde un punto de vista amplio, ver quién realmente lo detenta, pero también puede aislarse a la situación concreta: ver quién controlaba las calles, quién las tenía bajo su control. Trataré las dos perspectivas, pero la última es especialmente interesante a efectos de analizar las dos respuestas que tomaron los manifestantes. Una de ellas, la de los enfrentamientos y barricadas, fue violenta; la otra, por el contrario, fue pacífica: mantenerse en la calle mientras la orquesta Solfónica tocaba o reunidos en asamblea.  Esta casual división, que fue tan clara por producirse las respuestas opuestas a ambos lados del Congreso – la respuesta violenta hacia Atocha, la pacífica hacia Cibeles – creo que apoya las ideas que desarrollaré a continuación.

3. El alcance de este texto

Quisiera aclarar, si no se ha comprendido, que de este texto no debe entenderse una respuesta absoluta al problema que se plantea. Eso abriría las puertas a la confusión y a la ceguera, puesto que aceptar o renunciar la violencia de manera absoluta y definitiva o totalizar su aceptación es eliminar una parte de nuestra persona.  Como he dicho antes, no se trata de anular nuestra propia naturaleza humana, puesto que desactivar la violencia de forma absoluta  nos deshumaniza de la misma forma que nos deshumaniza el clamor por la violencia pura de las sociedades militarizadas.

Añadido a lo anterior, la condenación total de la violencia niega una facultad humana que es la base del derecho a la rebelión, algo que pertenece a todo ciudadano de una democracia. Comprendamos el paralelismo, en el plano individual,  que nuestro ordenamiento jurídico ha establecido en la legítima defensa.  

Es precisamente esta legítima defensa la que justifica la violencia en el contexto actual. Hoy por hoy, no considero que  esté injustificada en términos morales, sino meramente legales.  Por tanto, el debate reside aquí en su sentido y en sus consecuencias. No siempre es inmoral ni irracional ser violento, como dice Arendt, porque no es racional responder racionalmente a la utilización tramposa de la razón a través de las leyes o las instituciones. “Responder con la razón cuando la razón es utilizada como una trampa no es racional, del mismo modo que usar una pistola en defensa legítima no es irracional.”

Sin embargo, la violencia no siempre se concibe como una herramienta,  no siempre tiene objetivos, sino que en ocasiones simplemente tiene causas: es la expresión de algo, la detonación, la última consecuencia de un proceso. De ser así, esa violencia no es la articulación de un discurso sino la expresión de un sentimiento; por tanto, aunque se produzca en un contexto político su calificación debe ser social. Del mismo modo que los disturbios hace dos veranos en la ciudad de Londres,  la violencia social no tiene objetivos sino causas: esto quiere decir que aunque esté provocada por la injusticia – o más ampliamente, por situaciones políticas -, no trata de resolverla sino de reaccionar, expresarse ante ella.

Es por eso, y ante  la posibilidad de una violencia no-política, que resulta más necesario considerar las consecuencias de la violencia, aunque ésta pueda estar justificada.  En la mayor parte de las situaciones, y esto debe ser comprendido por aquellos que la utilizan voluntariamente, la violencia no va a traer beneficios: por ser infructuosa, demasiado peligrosa, y además inoportuna. Argumentaré a continuación por qué.

4. Caracterización

Como acabo de decir, la violencia debe ser entendida a efectos políticos como un instrumento, una herramienta, un modo de acción.  Como herramienta, tiene dos características esenciales.

La primera es que es extremadamente arbitraria si no busca objetivos a corto plazo. Arendt expresará que siendo ella un medio sobrepasa a sus fines y los anula.  Para comprender esto, es interesante rescatar que Engels señala que lo que diferencia a la violencia del poder o la fuerza es que siempre necesita ser ejecutada, y esa ejecución genera consecuencias pues es un acto en sí mismo.

La idea de una espiral de violencia hace referencia a esto: una serie de episodios dominados por una sucesión de ejecuciones de violencia que van afectando a las siguientes, sobrepasando los fines de cada una. Desde la represión derivada de la Guerra civil española hasta los atentados del 11-S o la última crisis en Gaza, en todas estas situaciones la acción violenta multiplica la contundencia de la consiguiente respuesta.  Los medios para la acción sobrepasan en importancia a los fines, y cobran significado propio: generan una dinámica independiente dominada por unos sentimientos nuevos, aparecidos en el enfrentamiento.

Volviendo a nuestra situación: se lanzan objetos, la policía se arma provocando, las provocaciones son respondidas con un aumento de la tensión y se dan lanzamientos, se carga agrediendo a los manifestantes, y cuando ellos responden con más lanzamientos y barricadas la lógica a la que nos enfrentamos es ya  totalmente bélica.  Hablaré de esta lógica a partir del punto 7, pero puede ser fácilmente comprendida con este vídeo.




La segunda característica  es que otorga una respuesta rápida e inmediata a las situaciones. La violencia es la forma más rápida de lograr un objetivo tanto en el plano político como en cualquier otro. Esta inmediatez y rapidez dependen directamente de la fuerza con la que se ejerce. Por tanto, al ser una herramienta, puede ser perfeccionada. Hablaré de esto a continuación.

5. Una breve mención a  los medios

La perfección de la herramienta violenta es el principal problema que ha planteado para la historia contemporánea desde la Segunda Guerra Mundial. El contexto actual de la violencia dentro de un Estado también obliga a plantearse este problema, y resulta una cuestión fundamental para romper concepciones románticas sobre este asunto, para bajar los pies a la tierra.

Como señala Hannah Arendt, el desarrollo técnico de los medios de violencia ha sido desigual. “En una competición de violencia contra violencia la superioridad del Gobierno ha sido siempre absoluta”. Esto debe ser entendido y aplicado a nuestra situación hoy en día: no sólo hablamos del control de las calles por el ejercicio de la violencia explícita, sino de la desarticulación de cualquier organización violenta en contextos urbanos gracias a la labor de los dispositivos electrónicos e Internet.  Rastreo, identificación, represión son tres escenarios donde no existe ninguna posibilidad para nadie que no sea el Estado, y la clara muestra de este potencial vuelve a ser el escenario internacional, donde el desarme de los posibles competidores ha ganado el terreno al rearme de quienes lideran en armamento.

6. La cuestion del poder

Más allá del enfrentamiento concreto, y como hemos señalado antes, detrás de una confrontación violenta siempre existe una confrontación por el poder.  Y siguiendo de nuevo a Arendt, la superioridad de los medios violentos tan sólo perdura mientras que la estructura de poder esté intacta.  Como prueba nuestra historia, esta estructura de poder no depende de la obediencia a sus instituciones, sino del consenso sobre la existencia de las mismas.

Así, las instituciones más desiguales e impopulares – esclavitud, absolutismo – no se mantenían por la obediencia de los sometidos, sino por el consenso de sus miembros y aliados. Los propios ejércitos y fuerzas de seguridad son el garante último de un orden constitucional, pero a falta de una policía robótica cualquier Estado falla cuando su policía – y hoy en día su administración, su burocracia - deja de creer en las leyes.  El consenso, el acuerdo, la convicción son de esta forma los lugares donde el poder reside de manera última.

Por eso, en situaciones de dominio violento sin poder, “el poder reside en las calles y solo hay que cogerlo”, dirá Arendt.  Tan sólo es necesario una chispa – y encontramos la respuesta en la revolución egipcia  – para que una estructura institucional se desmonte y quiebre al abandonarla tanto burócratas como soldados, al desaparecer el poder de sus instituciones. Sin embargo, es el consenso – y las últimas revueltas nos lo demuestra – lo que cuesta construir, crear un nuevo poder, unas nuevas instituciones.

De esto debemos entender algo importante, y es que violencia no se opone a no-violencia, sino a poder. “La violencia es más el arma de los reformistas que de los revolucionarios”.  El poder, entendido como consenso por Arendt, construye sociedades; la violencia las detiene o las destruye, lo cual no es problemático en sí mismo sino cuando la violencia ataca a un poder justo, un poder verdadero. En Arendt también encontramos, indirectamente, una justificación del derecho a la rebeldía.

7. La cuestión del progreso

El problema de las manifestaciones de violencia hoy en día es que no se plantean este análisis sobre dónde reside el poder en la práctica, sino que actúan motivadas por una convicción preexistente. El argumento que Hannah Arendt ofrece aquí  es más complicado, pero da una respuesta muy satisfactoria al problema.

 El uso de la violencia de estos días – y de los días de Arendt en las calles y universidades americanas -  ignora su arbitrariedad natural, su sustancia misma, aquella que la vuelve totalmente incontrolable y entregada a la Fortuna. Esta arbitrariedad, de hecho, no sólo es comprendida sino negada por parte del pensamiento contemporáneo, concretamente por la noción de Progreso que empapa nuestros mecanismos de pensamiento.

La noción de Progreso – social o político, debemos entender- , significa  tanto para liberales como para marxistas  que el futuro es inequívoco y por tanto la historia avanza en una dirección necesaria de la cual sólo es modificable el ritmo. La violencia, por tanto, sólo sería un acelerador del ritmo de la revolución, una intensificación activa de las contradicciones.

La violencia es vista como una chispa que encienda la leña, leña que  ya  está preparada para arder por la estructura social y económica: lo que hoy sería claramente simbolizado por la crisis. El problema de esto reside precisamente en confundir la naturaleza de la violencia y darle a sus consecuencias la seguridad de que van a avanzar en una dirección y no en otra. Confiar en la violencia apoyándose en un dogma tan equívoco como el del Progreso resulta un error, pues la dirección de nuestra acción  no es una ley sino una contingencia. La escalada de violencia es un ejemplo de ello, pero toda nuestra historia reciente también, desde la caída del Muro hasta las soluciones a  la crisis: no podemos prever las consecuencias de nuestras acciones.

Por tanto, la idea de progreso en relación con la utilización de la violencia sólo nos ayuda en un aspecto: evitar que discutamos sobre su conveniencia. El progreso sólo nos ofrece un refugio para el espíritu, una reconfortante seguridad en la que refugiarnos.  Esta seguridad en la necesidad del progreso es sin embargo al mismo tiempo una carga, pus podríamos añadir, nos impide construir otros caminos y nos encierra en la prisión mental de nuestros propios dogmas.

8. La cuestión del lenguaje

El lenguaje de la violencia

Aparte de la arbitrariedad y el descontrol de la violencia, una de sus desventajas estriba también en la lógica bélica, de la que había hablado antes, algo que normalmente no suele ser planteado precisamente por los dogmatismos enfrentados en nuestras ideologías.

Frente a la afirmación canónica de Clausewitz que declara que “la política es la continuación de la guerra por otros medios”, nuestra experiencia nos muestra lo contrario. La lógica del enfrentamiento se opone a la del diálogo; los grupos cohesionados y disciplinados de la guerra – véanse las UIP – son lo opuesto de la comunidad política, cuya ley es el encuentro y la libertad. 

Desarrollemos esta idea: una vez quebrantada la situación de paz, se instaura la lógica del enfrentamiento; en vez de debatir posturas se elaboran estrategias; las emociones de la inclusión – amistad, solidaridad, colaboración – dan paso a las emociones de la separación – miedo, paranoia, enemistad.  Y lo grave de esto no es que ocurra entre Gobernantes y gobernados, que tristemente suelen estar enfrentados al menos en nuestro país, sino que estas emociones empapan a cada uno de nosotros y transforman relaciones anteriores.  La militarización de la política fragmenta también a los aliados, pues la violencia implica enfrentamiento, y en el enfrentamiento sólo vence un bando. “O eres mi amigo o mi enemigo.”

La paradoja que se produce es que el lenguaje de la violencia cohesiona y ayuda, porque está creado, como dice Arendt, para situaciones extremas: “la amenaza inmediata de la muerte”. El éxito de la  hermandad del lenguaje bélico reside en su fortaleza, pero al tiempo, nunca ha sido elaborada para situaciones de paz, ni puede producir sociedades duraderas. La cohesión militar es extremamente transitoria – la prueba es la degradación del ejército en escenarios de inactividad - , y por tanto (tal y como las dictaduras en Roma), una sociedad bajo el signo de la violencia se hiere a sí misma si se prolonga en el tiempo.

El lenguaje de la acción pacifica

Pero esta necesidad de recurrir al lenguaje violento no sucede en todas las situaciones de nuestra vida, por ejemplo en las enfermedades. Señala Arendt que  sólo cuando nuestro sentido de la justicia es ofendido reaccionamos con rabia.  Esta rabia, requiere además de la creencia de que es posible cambiar las cosas para transformarse en violencia.  Por tanto, el objetivo político en estas circunstancias no es solo el desahogo, sino combatir una institución o una acción injusta.

Sin embargo, que la violencia es la expresión más pura e inmediata de nuestra indignación política es algo en lo que muchos acordemos.  Pero aunque esté justificada esta violencia cuando existe una trampa en la razón, existen alternativas.  Hay otra manera de enfrentarse a quien utiliza la razón para hacer trampas, y es crear una nueva razón que convenza a todos. 

Que esta estrategia es una manera de superar la lucha de poder en un sentido amplio que se produce en las sociedades en crisis es algo conocido por todos; sin embargo, las circunstancias actuales pueden hacernos ver que también puede ser una herramienta a utilizar en luchas de poder aisladas, desarrolladas en una situación concreta, como la de la noche del 14N.  A este modo de acción concreta fundada en la razón suele llamársele desobediencia civil, y a la herramienta que utiliza, resistencia pacífica.

En términos legales este modo de acción es igual de condenable, pero a pesar de que la desobediencia civil es contraria a las leyes, esto no debería provocar ningún problema ya que nace en conflicto con ellas. Pero más allá de la ilegalidad,  hay algo superior que la protege  y no hace derivar de ella las consecuencias antisociales que muchas veces derivan de la violencia.  La potencia que existe en la actual desobediencia que ciertas personas esgrimieron el día  14 reside en que sus ideas no sólo incluían al resto y por tanto llamaban al consenso, sino que además se construían sobre las bases de nuestra convivencia: fortalecer la democracia.



La fuerza de esta herramienta tal vez no es inmediata ni tan visible como la de la acción violenta, pero sin duda está presente. Desde luego es una fuerza que trata de superar a la legalidad, y con ella compite: “nuestros sueños no caben en sus urnas”.  Del mismo modo, es una herramienta que también cohesiona, y en algunas ocasiones puede llegar a ser igual de fuerte, resistiendo una carga policial.

El motivo de  esto reside en una palabra que ya existe en el lenguaje común pero que tiene que ver con las ideas de Arendt, y es el empoderamiento.  Fortalecer la democracia a través de cantar sus virtudes – el ejemplo de la Solfónica -, del ejercicio de la deliberación – el ejemplo de aquellos que formaron una asamblea junto al Congreso – trabaja el consenso a través de dos formas diferentes, pero que ambas blindan a aquellos que así actúan. Frente a la lógica bélica, se instauran nuevas relaciones, se crean nuevos escenarios que enriquecen la democracia profundizándola o realizando su sustancia igualitaria e integradora; inevitablemente, ambas debilitan la violencia que la ataca.

La ventaja de una herramienta coherente con la propia democracia se incrementa hoy en día gracias a las nuevas tecnologías y las redes sociales. Como señala Hannah Arendt, la victoria de Gandhi  hubiera sido imposible en la Rusia de Stalin o la Alemania de Hitler. La violencia es capaz de destruir el poder en condiciones de igual fuerza, entendiendo violencia no sólo la represión sino también el aislamiento, el rastreo y la desactivación de los grupos disidentes. Sin embargo,  hoy en día ni nuestras instituciones son fuertes, ni la fuerza que nos golpea está blindada, pues la opinión internacional favorece la resistencia pacífica al condenar las agresiones violentas policiales, que asocia a regímenes antidemocráticos.

La construcción de una alternativa bajo esta forma de acción coloca así a quienes la desarrollan moral y cívicamente por encima de quienes defienden una institución injusta. Es así que se produce la competición, el verdadero enfrentamiento donde existen posibilidades de desencadenar resultados políticos.  Una nueva verdad – esto es, un consenso – se extiende a través de la suma de apoyos, y volviéndose un poder real, es capaz de sustituir el dominio y la violencia. Lo que vivimos algunos el día 14 tal vez puede ser leído bajo esta perspectiva.

9. Una breve consideración contextual

A pesar de poder razonar en este sentido, existe en nuestro interior una la tentación a la violencia que es expresada por muchas personas, incluso algunas de las cuales no la ejercerían en una situación real.

Para comprender esto, la imagen con la que podemos describir a la violencia, a la vista del punto anterior, es la de un espejismo. La diferenciación necesaria para la cohesión de un grupo violento es incompatible con la inclusividad y la libertad que exige la democracia global contemporánea, pero no por ello deja de ser tremendamente atractiva.

En este sentido, este espejismo es probablemente terapéutico: un confort que encontramos ante la alienación que nuestra vida política nos está produciendo.  Como señala Hannah Arendt, la violencia probablemente sea tan utilizada por la severa incapacidad  de los ciudadanos contemporáneos para desempeñar una acción política con resultados. El concepto a comprender aquí es el del Gobierno como burocracia, donde el poder no reside en nadie: en  infinitas redes de administradores, funcionarios y gestores. Hoy podemos añadir que a esa complejidad de redes políticas se le añaden las interconexiones económicas, una compleja tela de araña donde nos sentimos atrapados y frente a la cual sólo podemos explotar.

La intensidad de la experiencia violenta, del grupo violento, nos hace sentir estar realizando algo, capaces de acción. Nos hace sentir significantes para un mundo que, por otro lado, nos expulsa de las líneas de su historia. El espejismo de la violencia nos hace creer que la política es una guerra, una batalla, imágenes ambas que llevan implícitas siempre que la condición de decisorias: la ficción de que al producirse, nuestra acción puede cambiar el rumbo de los hechos.

Como prueba de este contexto de frustración  y alienación generalizadas, también predecía Arendt que los procesos de desintegración territorial que hoy en día vivimos también apuntan en la misma dirección: la necesidad de tener capacidad de decidir sobre algo, la necesidad de solucionar la crisis de soberanía que afecta a todo lugar en este contexto de globalización. 

10. Conclusiones

La primera conclusión que a mi parecer puede extraerse de las ideas de Arendt es que la violencia debe estar estrechamente vinculada a la noción de oportunidad. La violencia debe considerar el momento en el que se utiliza. A efectos de nuestra realidad, no se trata de elaborar un marco para la puntualidad de la violencia, no se trata de ver cuándo debe ser utilizada. Más bien, trataba aquí de desarrollar ciertas ideas sobre las consecuencias que puede tener su uso inoportuno.

Lo que se produjo el otro día, y lo que se está produciendo en nuestra actualidad – lo dice la propia palabra crisis – es sin duda una lucha de poder. Tal vez la experiencia del otro día demuestra, tal y como sostiene nuestra autora, que el poder sólo puede ser conseguido a través de la gente, del número. Y por tanto debe trabajarse en conseguirlo a través de la amplitud del consenso social sobre una idea, nunca a través de los instrumentos de violencia, que no sólo producirán  una victoria efímera y desorientada, sino que además será difícil de conseguir debido a los dispositivos policiales.

Si de verdad la violencia es la explosión de los indignados impotentes, tal vez nos estemos equivocando. Estaría claro, en ese caso, que la violencia es producto de un hombre que siente inexistentes sus posibilidades de acción política.  Pero cuando la ley o la situación injustas están blindadas por fuerzas policiales que nos superan en tecnología y entrenamiento, tal vez nuestra impotencia deba canalizarse hacia otras formas de acción. No se trata, por tanto, de detener la rabia; sino de articularla con un trabajo igual de enérgico, pero más inclusivo y más capaz de obtener frutos.

A pesar de esto, y de la realidad de los hechos que se produjeron el 14N, existen razones  para huir de la ingenuidad y la inocencia.  Debemos comprender que la no-violencia no puede constituir un dogma que nos vuelva a encerrar en nosotros mismos, pues al menos hoy en día no ha conseguido tampoco que nuestra situación se solucione.  Como la autora señala en su texto,  puede darse la situación en la que el poder, habiendo dejado las instituciones, no sea reclamado por nadie.  Esta incapacidad para reclamarlo es tanto una ausencia de rumbo como una incapacidad para la responsabilidad, lo cual constituyen graves defectos para cualquier Gobierno. Es más importante, por tanto, hacer uso de la inteligencia política para ver dónde reside el poder,  y hacerse con él en una dirección común que se responsabilice de sí misma y sea capaz de convencer a los demás de su justicia.

La rabia social debe ser canalizada a través del juicio y la discusión. De no ser así, esta propia rabia deslegitimara la protesta por una falta de articulación y capacidad de diálogo.  Politizar la rabia social es la única manera de hacer algo con lo que somos y lo que nos pasa. Ser capaces de transformar a los demás transformándonos a nosotros mismos