1. Introducción
Mi propósito con estas líneas es humilde y sencillo. Me
interesa, por un lado, abrir una línea de debate sobre la cuestión de la
violencia en el contexto actual, donde su presencia se ha intensificado
tanto. Hoy en día, comienza a crecer
como forma de expresión en diferentes
estados de articulación discursiva, pero sobre todo, parece ser omnipresente
bajo la forma de una violencia estructural especialmente intensa en algunos
grupos y zonas.
Además de lo anterior, me interesa reivindicar la filosofía
política como herramienta de análisis de la realidad, tratando de mostrar de qué
manera los textos no sólo nos sirven para elaborar modelos teóricos y estimular
nuestro pensamiento, sino que pueden servirnos para orientar la acción, la
praxis política. Para este texto en concreto, utilizaré casi únicamente
un breve artículo de Hannah Arendt.
Elijo sus ideas esbozadas en el texto Reflections on violence por su brillante análisis teórico, pero también por el
problema que ella plantea. Tanto en su
tiempo como en el nuestro, la violencia no suele ser discutida en profundidad,
sino tan sólo aceptada o rechazada desde el plano emocional. Sigo a la autora
creyendo que es necesario que entendamos su naturaleza para fortalecer nuestro
juicio ante un tipo de situaciones que cada vez, si no me equivoco, van a ser
más frecuentes.
El contexto
de hoy en día es violento en sí misma, y pienso que eso nos legitima para
hablar con libertad sobre ello. Desde
hace unos meses ya no sólo existe la violencia estructural que se ejerce a
través de la injusta aplicación de las leyes y el implacable gobierno de la
economía bajo el signo de la crisis. También se ha añadido a ellas una
violencia física por parte de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado,
así como una violencia mediática y política por parte de unos representantes a
los que no se les pide tanto que salven al país cuanto que escuchen a sus
gentes.
Por si
fuera poco, la razón que nos obliga a tratar este tema no sólo es su vigencia,
sino que además este debate ya ha cobrado forma en nuestras calles y sus
argumentos se desarrollan cada vez con más intensidad. Silenciar nuestras voces a este respecto no
sería tan sólo antidemocrático, un bozal al ciudadano, una ceguera añadida a la
anterior desposesión; sino también una incapacidad manifiesta para comprender
una realidad que ya existe y juzgarla con la libertad necesaria.
Ocasiones como las vividas en
durante la noche del 14N llaman al juicio, a tratar de hacer un esfuerzo al
plantearnos nuestras acciones. Sobre nosotros pesan emociones enfrentadas pero
muy cerca de la piel incluso cuando las recordamos y hablamos sobre ellas,
aunque sea tan sólo la adrenalina que el recuerdo nos trae al cuerpo.
Siendo así, es importante encontrar
maneras de comprender la situación y comprendernos a nosotros mismos. Los
escenarios de violencia, al ser tan tensos, nos dejan vulnerables al estrés y
la pérdida de control. Juzgarnos a nosotros mismos desde la serenidad no se
trata de anestesiar la realidad, ni mucho menos de anular unas emociones que
también forman parte de nosotros, sino de conciliar dos formas complementarias
de vivir nuestra realidad: lo que sentimos con lo que nuestra cabeza piensa que
es lo correcto.
2. Planteamiento
Esta
reflexión parte por tanto de un mirar alrededor, y reflexiona sobre lo político. En otros
lugares, desde Atenas a Gaza, la violencia se configura como una herramienta
más con la que diversos grupos tratan de lograr sus decisiones. Me gustaría
aclarar, antes de entrar en el propio debate, que no trato aquí de responder a
todas las preguntas que la violencia plantea. No voy, por tanto, a reflexionar
sobre todos los aspectos de la violencia, sino sobre su sentido político.
Para ello,
quisiera aclarar que la discusión que abro se refiere a una situación ya dada,
y para ser ampliada con otras, requiere también que éstas sean analizadas. En
el contexto de la noche del 14 N, es necesario considerar que la situación
violenta se produjo en un enfrentamiento entre manifestantes y policías. Y
además, que este enfrentamiento no formaba parte de la marcha, que constituía
más el contexto que la causa del mismo. Siendo así, parece que lo que se produjera
fuera una lucha de poder entre dos grupos: los manifestantes y las Fuerzas del
Orden.
Esta lucha
de poder podría entenderse desde un punto de vista amplio, ver quién realmente
lo detenta, pero también puede aislarse a la situación concreta: ver quién
controlaba las calles, quién las tenía bajo su control. Trataré las dos
perspectivas, pero la última es especialmente interesante a efectos de analizar
las dos respuestas que tomaron los manifestantes. Una de ellas, la de los
enfrentamientos y barricadas, fue violenta; la otra, por el contrario, fue pacífica:
mantenerse en la calle mientras la orquesta Solfónica tocaba o reunidos en
asamblea. Esta casual división, que fue
tan clara por producirse las respuestas opuestas a ambos lados del Congreso –
la respuesta violenta hacia Atocha, la pacífica hacia Cibeles – creo que apoya
las ideas que desarrollaré a continuación.
3. El alcance de este texto
Quisiera
aclarar, si no se ha comprendido, que de este texto no debe entenderse una
respuesta absoluta al problema que se plantea. Eso abriría las puertas a la
confusión y a la ceguera, puesto que aceptar o renunciar la violencia de manera
absoluta y definitiva o totalizar su aceptación es eliminar una parte de
nuestra persona. Como he dicho antes, no
se trata de anular nuestra propia naturaleza humana, puesto que desactivar la
violencia de forma absoluta nos
deshumaniza de la misma forma que nos deshumaniza el clamor por la violencia
pura de las sociedades militarizadas.
Añadido a
lo anterior, la condenación total de la violencia niega una facultad humana que
es la base del derecho a la rebelión, algo que pertenece a todo ciudadano de
una democracia. Comprendamos el paralelismo, en el plano individual, que nuestro ordenamiento jurídico ha
establecido en la legítima defensa.
Es
precisamente esta legítima defensa la que justifica la violencia en el contexto
actual. Hoy por hoy, no considero que
esté injustificada en términos morales, sino meramente legales. Por tanto, el debate reside aquí en su
sentido y en sus consecuencias. No siempre es inmoral ni irracional ser
violento, como dice Arendt, porque no es racional responder racionalmente a la
utilización tramposa de la razón a través de las leyes o las instituciones. “Responder con la razón cuando la razón es
utilizada como una trampa no es racional, del mismo modo que usar una pistola
en defensa legítima no es irracional.”
Sin
embargo, la violencia no siempre se concibe como una herramienta, no siempre tiene objetivos, sino que en
ocasiones simplemente tiene causas: es la expresión de algo, la detonación, la
última consecuencia de un proceso. De ser así, esa violencia no es la
articulación de un discurso sino la expresión de un sentimiento; por tanto,
aunque se produzca en un contexto político su calificación debe ser social. Del
mismo modo que los disturbios hace dos veranos en la ciudad de Londres, la violencia social no tiene objetivos sino
causas: esto quiere decir que aunque esté provocada por la injusticia – o más
ampliamente, por situaciones políticas -, no trata de resolverla sino de
reaccionar, expresarse ante ella.
Es por eso,
y ante la posibilidad de una violencia
no-política, que resulta más necesario considerar las consecuencias de la
violencia, aunque ésta pueda estar justificada. En la mayor parte de las situaciones, y esto
debe ser comprendido por aquellos que la utilizan voluntariamente, la violencia
no va a traer beneficios: por ser infructuosa, demasiado peligrosa, y además inoportuna.
Argumentaré a continuación por qué.
4. Caracterización
Como acabo
de decir, la violencia debe ser
entendida a efectos políticos como un instrumento, una herramienta, un modo de
acción. Como herramienta, tiene dos
características esenciales.
La primera
es que es extremadamente arbitraria si no busca objetivos a corto plazo. Arendt
expresará que siendo ella un medio sobrepasa a sus fines y los anula. Para comprender esto, es interesante rescatar
que Engels señala que lo que diferencia a la violencia del poder o la fuerza es
que siempre necesita ser ejecutada, y esa ejecución genera consecuencias pues
es un acto en sí mismo.
La idea de
una espiral de violencia hace referencia a esto: una serie de episodios
dominados por una sucesión de ejecuciones de violencia que van afectando a las
siguientes, sobrepasando los fines de cada una. Desde la represión derivada de la Guerra civil española hasta
los atentados del 11-S o la última crisis en Gaza, en todas estas situaciones
la acción violenta multiplica la contundencia de la consiguiente
respuesta. Los medios para la acción
sobrepasan en importancia a los fines, y cobran significado propio: generan una
dinámica independiente dominada por unos sentimientos nuevos, aparecidos en el
enfrentamiento.
Volviendo
a nuestra situación: se lanzan objetos, la policía se arma provocando, las
provocaciones son respondidas con un aumento de la tensión y se dan
lanzamientos, se carga agrediendo a los manifestantes, y cuando ellos responden
con más lanzamientos y barricadas la lógica a la que nos enfrentamos es ya totalmente bélica. Hablaré de esta lógica a partir del punto 7,
pero puede ser fácilmente comprendida con este vídeo.
La segunda
característica es que otorga una
respuesta rápida e inmediata a las situaciones. La violencia es la forma más
rápida de lograr un objetivo tanto en el plano político como en cualquier otro.
Esta inmediatez y rapidez dependen directamente de la fuerza con la que se
ejerce. Por tanto, al ser una herramienta, puede ser perfeccionada. Hablaré de
esto a continuación.
5. Una breve mención a los medios
La
perfección de la herramienta violenta es el principal problema que ha planteado
para la historia contemporánea desde la Segunda Guerra
Mundial. El contexto actual de la violencia dentro de un Estado también obliga
a plantearse este problema, y resulta una cuestión fundamental para romper
concepciones románticas sobre este asunto, para bajar los pies a la tierra.
Como
señala Hannah Arendt, el desarrollo técnico de los medios de violencia ha sido
desigual. “En una competición de
violencia contra violencia la superioridad del Gobierno ha sido siempre
absoluta”. Esto debe ser entendido y aplicado a nuestra situación hoy en
día: no sólo hablamos del control de las calles por el ejercicio de la
violencia explícita, sino de la desarticulación de cualquier organización
violenta en contextos urbanos gracias a la labor de los dispositivos
electrónicos e Internet. Rastreo,
identificación, represión son tres escenarios donde no existe ninguna
posibilidad para nadie que no sea el Estado, y la clara muestra de este
potencial vuelve a ser el escenario internacional, donde el desarme de los
posibles competidores ha ganado el terreno al rearme de quienes lideran en
armamento.
6. La cuestion del poder
Más allá
del enfrentamiento concreto, y como hemos señalado antes, detrás de una
confrontación violenta siempre existe una confrontación por el poder. Y siguiendo de nuevo a Arendt, la
superioridad de los medios violentos tan sólo perdura mientras que la
estructura de poder esté intacta. Como
prueba nuestra historia, esta estructura de poder no depende de la obediencia a
sus instituciones, sino del consenso sobre la existencia de las mismas.
Así, las
instituciones más desiguales e impopulares – esclavitud, absolutismo – no se
mantenían por la obediencia de los sometidos, sino por el consenso de sus
miembros y aliados. Los propios ejércitos y fuerzas de seguridad son el garante
último de un orden constitucional, pero a falta de una policía robótica
cualquier Estado falla cuando su policía – y hoy en día su administración, su
burocracia - deja de creer en las leyes.
El consenso, el acuerdo, la convicción son de esta forma los lugares
donde el poder reside de manera última.
Por eso, en
situaciones de dominio violento sin poder, “el
poder reside en las calles y solo hay que cogerlo”, dirá Arendt. Tan sólo es necesario una chispa – y encontramos
la respuesta en la revolución egipcia –
para que una estructura institucional se desmonte y quiebre al abandonarla
tanto burócratas como soldados, al desaparecer el poder de sus instituciones.
Sin embargo, es el consenso – y las últimas revueltas nos lo demuestra – lo que
cuesta construir, crear un nuevo poder, unas nuevas instituciones.
De esto
debemos entender algo importante, y es que violencia no se opone a
no-violencia, sino a poder. “La violencia
es más el arma de los reformistas que de los revolucionarios”. El poder, entendido como consenso por
Arendt, construye sociedades; la violencia las detiene o las destruye, lo cual
no es problemático en sí mismo sino cuando la violencia ataca a un poder justo,
un poder verdadero. En Arendt también encontramos, indirectamente, una
justificación del derecho a la rebeldía.
7. La cuestión del progreso
El
problema de las manifestaciones de violencia hoy en día es que no se plantean
este análisis sobre dónde reside el poder en la práctica, sino que actúan motivadas
por una convicción preexistente. El argumento que Hannah Arendt ofrece aquí es más complicado, pero da una respuesta muy
satisfactoria al problema.
El uso de la violencia de estos días – y de
los días de Arendt en las calles y universidades americanas - ignora su arbitrariedad natural, su sustancia
misma, aquella que la vuelve totalmente incontrolable y entregada a la Fortuna. Esta arbitrariedad, de
hecho, no sólo es comprendida sino negada por parte del pensamiento
contemporáneo, concretamente por la noción de Progreso que empapa nuestros
mecanismos de pensamiento.
La noción
de Progreso – social o político, debemos entender- , significa tanto para liberales como para marxistas que el futuro es inequívoco y por tanto la
historia avanza en una dirección necesaria de la cual sólo es modificable el
ritmo. La violencia, por tanto, sólo sería un acelerador del ritmo de la
revolución, una intensificación activa de las contradicciones.
La
violencia es vista como una chispa que encienda la leña, leña que ya está
preparada para arder por la estructura social y económica: lo que hoy sería
claramente simbolizado por la crisis. El problema de esto reside precisamente
en confundir la naturaleza de la violencia y darle a sus consecuencias la
seguridad de que van a avanzar en una dirección y no en otra. Confiar en la
violencia apoyándose en un dogma tan equívoco como el del Progreso resulta un
error, pues la dirección de nuestra acción no es una ley sino una contingencia. La
escalada de violencia es un ejemplo de ello, pero toda nuestra historia
reciente también, desde la caída del Muro hasta las soluciones a la crisis: no podemos prever las
consecuencias de nuestras acciones.
Por tanto,
la idea de progreso en relación con la utilización de la violencia sólo nos
ayuda en un aspecto: evitar que discutamos sobre su conveniencia. El progreso sólo
nos ofrece un refugio para el espíritu, una reconfortante seguridad en la que
refugiarnos. Esta seguridad en la
necesidad del progreso es sin embargo al mismo tiempo una carga, pus podríamos añadir,
nos impide construir otros caminos y nos encierra en la prisión mental de
nuestros propios dogmas.
8. La cuestión del lenguaje
El lenguaje de la violencia
Aparte de
la arbitrariedad y el descontrol de la violencia, una de sus desventajas
estriba también en la lógica bélica, de la que había hablado antes, algo que
normalmente no suele ser planteado precisamente por los dogmatismos enfrentados
en nuestras ideologías.
Frente a
la afirmación canónica de Clausewitz que declara que “la política es la continuación de la guerra por otros medios”,
nuestra experiencia nos muestra lo contrario. La lógica del enfrentamiento se
opone a la del diálogo; los grupos cohesionados y disciplinados de la guerra –
véanse las UIP – son lo opuesto de la comunidad política, cuya ley es el
encuentro y la libertad.
Desarrollemos
esta idea: una vez quebrantada la situación de paz, se instaura la lógica del
enfrentamiento; en vez de debatir posturas se elaboran estrategias; las
emociones de la inclusión – amistad, solidaridad, colaboración – dan paso a las
emociones de la separación – miedo, paranoia, enemistad. Y lo grave de esto no es que ocurra entre
Gobernantes y gobernados, que tristemente suelen estar enfrentados al menos en
nuestro país, sino que estas emociones empapan a cada uno de nosotros y
transforman relaciones anteriores. La
militarización de la política fragmenta también a los aliados, pues la
violencia implica enfrentamiento, y en el enfrentamiento sólo vence un bando. “O eres mi amigo o mi enemigo.”
La
paradoja que se produce es que el lenguaje de la violencia cohesiona y ayuda,
porque está creado, como dice Arendt, para situaciones extremas: “la amenaza inmediata de la muerte”. El
éxito de la hermandad del lenguaje
bélico reside en su fortaleza, pero al tiempo, nunca ha sido elaborada para
situaciones de paz, ni puede producir sociedades duraderas. La cohesión militar
es extremamente transitoria – la prueba es la degradación del ejército en
escenarios de inactividad - , y por tanto (tal y como las dictaduras en Roma), una
sociedad bajo el signo de la violencia se hiere a sí misma si se prolonga en el
tiempo.
El lenguaje de la acción pacifica
Pero esta
necesidad de recurrir al lenguaje violento no sucede en todas las situaciones
de nuestra vida, por ejemplo en las enfermedades. Señala Arendt que sólo cuando nuestro sentido de la justicia es
ofendido reaccionamos con rabia. Esta
rabia, requiere además de la creencia de que es posible cambiar las cosas para
transformarse en violencia. Por tanto,
el objetivo político en estas circunstancias no es solo el desahogo, sino
combatir una institución o una acción injusta.
Sin
embargo, que la violencia es la expresión más pura e inmediata de nuestra
indignación política es algo en lo que muchos acordemos. Pero aunque esté justificada esta violencia
cuando existe una trampa en la razón, existen alternativas. Hay otra manera de enfrentarse a quien
utiliza la razón para hacer trampas, y es crear una nueva razón que convenza a
todos.
Que esta
estrategia es una manera de superar la lucha de poder en un sentido amplio que
se produce en las sociedades en crisis es algo conocido por todos; sin embargo,
las circunstancias actuales pueden hacernos ver que también puede ser una
herramienta a utilizar en luchas de poder aisladas, desarrolladas en una
situación concreta, como la de la noche del 14N. A este modo de acción concreta fundada en la
razón suele llamársele desobediencia civil, y a la herramienta que utiliza,
resistencia pacífica.
En
términos legales este modo de acción es igual de condenable, pero a pesar de
que la desobediencia civil es contraria a las leyes, esto no debería provocar
ningún problema ya que nace en conflicto con ellas. Pero más allá de la
ilegalidad, hay algo superior que la
protege y no hace derivar de ella las
consecuencias antisociales que muchas veces derivan de la violencia. La potencia que existe en la actual
desobediencia que ciertas personas esgrimieron el día 14 reside en que sus ideas no sólo incluían
al resto y por tanto llamaban al consenso, sino que además se construían sobre
las bases de nuestra convivencia: fortalecer la democracia.
La fuerza
de esta herramienta tal vez no es inmediata ni tan visible como la de la acción
violenta, pero sin duda está presente. Desde luego es una fuerza que trata de
superar a la legalidad, y con ella compite: “nuestros
sueños no caben en sus urnas”. Del
mismo modo, es una herramienta que también cohesiona, y en algunas ocasiones
puede llegar a ser igual de fuerte, resistiendo una carga policial.
El motivo
de esto reside en una palabra que ya
existe en el lenguaje común pero que tiene que ver con las ideas de Arendt, y
es el empoderamiento. Fortalecer la
democracia a través de cantar sus virtudes – el ejemplo de la Solfónica -, del
ejercicio de la deliberación – el ejemplo de aquellos que formaron una asamblea
junto al Congreso – trabaja el consenso a través de dos formas diferentes, pero
que ambas blindan a aquellos que así actúan. Frente a la lógica bélica, se
instauran nuevas relaciones, se crean nuevos escenarios que enriquecen la
democracia profundizándola o realizando su sustancia igualitaria e integradora;
inevitablemente, ambas debilitan la violencia que la ataca.
La ventaja
de una herramienta coherente con la propia democracia se incrementa hoy en día
gracias a las nuevas tecnologías y las redes sociales. Como señala Hannah
Arendt, la victoria de Gandhi hubiera
sido imposible en la Rusia
de Stalin o la Alemania
de Hitler. La violencia es capaz de destruir el poder en condiciones de igual
fuerza, entendiendo violencia no sólo la represión sino también el aislamiento,
el rastreo y la desactivación de los grupos disidentes. Sin embargo, hoy en día ni nuestras instituciones son
fuertes, ni la fuerza que nos golpea está blindada, pues la opinión
internacional favorece la resistencia pacífica al condenar las agresiones
violentas policiales, que asocia a regímenes antidemocráticos.
La
construcción de una alternativa bajo esta forma de acción coloca así a quienes
la desarrollan moral y cívicamente por encima de quienes defienden una
institución injusta. Es así que se produce la competición, el verdadero
enfrentamiento donde existen posibilidades de desencadenar resultados
políticos. Una nueva verdad – esto es,
un consenso – se extiende a través de la suma de apoyos, y volviéndose un poder
real, es capaz de sustituir el dominio y la violencia. Lo que vivimos algunos
el día 14 tal vez puede ser leído bajo esta perspectiva.
9. Una breve consideración contextual
A pesar de
poder razonar en este sentido, existe en nuestro interior una la tentación a la
violencia que es expresada por muchas personas, incluso algunas de las cuales
no la ejercerían en una situación real.
Para
comprender esto, la imagen con la que podemos describir a la violencia, a la
vista del punto anterior, es la de un espejismo. La diferenciación necesaria
para la cohesión de un grupo violento es incompatible con la inclusividad y la
libertad que exige la democracia global contemporánea, pero no por ello deja de
ser tremendamente atractiva.
En este
sentido, este espejismo es probablemente terapéutico: un confort que
encontramos ante la alienación que nuestra vida política nos está
produciendo. Como señala Hannah Arendt,
la violencia probablemente sea tan utilizada por la severa incapacidad de los ciudadanos contemporáneos para
desempeñar una acción política con resultados. El concepto a comprender aquí es
el del Gobierno como burocracia, donde el poder no reside en nadie: en infinitas redes de administradores,
funcionarios y gestores. Hoy podemos añadir que a esa complejidad de redes
políticas se le añaden las interconexiones económicas, una compleja tela de
araña donde nos sentimos atrapados y frente a la cual sólo podemos explotar.
La
intensidad de la experiencia violenta, del grupo violento, nos hace sentir
estar realizando algo, capaces de acción. Nos hace sentir significantes para un
mundo que, por otro lado, nos expulsa de las líneas de su historia. El
espejismo de la violencia nos hace creer que la política es una guerra, una
batalla, imágenes ambas que llevan implícitas siempre que la condición de
decisorias: la ficción de que al producirse, nuestra acción puede cambiar el
rumbo de los hechos.
Como prueba de este contexto de frustración y alienación generalizadas, también predecía Arendt que los procesos de desintegración territorial que hoy en día vivimos también apuntan en la misma dirección: la necesidad de tener capacidad de decidir sobre algo, la necesidad de solucionar la crisis de soberanía que afecta a todo lugar en este contexto de globalización.
10. Conclusiones
La primera
conclusión que a mi parecer puede extraerse de las ideas de Arendt es que la
violencia debe estar estrechamente vinculada a la noción de oportunidad. La
violencia debe considerar el momento en el que se utiliza. A efectos de nuestra
realidad, no se trata de elaborar un marco para la puntualidad de la violencia,
no se trata de ver cuándo debe ser utilizada. Más bien, trataba aquí de
desarrollar ciertas ideas sobre las consecuencias que puede tener su uso
inoportuno.
Lo que se
produjo el otro día, y lo que se está produciendo en nuestra actualidad – lo
dice la propia palabra crisis – es sin duda una lucha de poder. Tal vez la
experiencia del otro día demuestra, tal y como sostiene nuestra autora, que el
poder sólo puede ser conseguido a través de la gente, del número. Y por tanto
debe trabajarse en conseguirlo a través de la amplitud del consenso social
sobre una idea, nunca a través de los instrumentos de violencia, que no sólo producirán
una victoria efímera y desorientada,
sino que además será difícil de conseguir debido a los dispositivos policiales.
Si de
verdad la violencia es la explosión de los indignados impotentes, tal vez nos
estemos equivocando. Estaría claro, en ese caso, que la violencia es producto
de un hombre que siente inexistentes sus posibilidades de acción política. Pero cuando la ley o la situación injustas
están blindadas por fuerzas policiales que nos superan en tecnología y
entrenamiento, tal vez nuestra impotencia deba canalizarse hacia otras formas
de acción. No se trata, por tanto, de detener la rabia; sino de articularla con
un trabajo igual de enérgico, pero más inclusivo y más capaz de obtener frutos.
A pesar de
esto, y de la realidad de los hechos que se produjeron el 14N, existen
razones para huir de la ingenuidad y la
inocencia. Debemos comprender que la
no-violencia no puede constituir un dogma que nos vuelva a encerrar en nosotros
mismos, pues al menos hoy en día no ha conseguido tampoco que nuestra situación
se solucione. Como la autora señala en
su texto, puede darse la situación en la
que el poder, habiendo dejado las instituciones, no sea reclamado por
nadie. Esta incapacidad para reclamarlo
es tanto una ausencia de rumbo como una incapacidad para la responsabilidad, lo
cual constituyen graves defectos para cualquier Gobierno. Es más importante,
por tanto, hacer uso de la inteligencia política para ver dónde reside el poder,
y hacerse con él en una dirección común
que se responsabilice de sí misma y sea capaz de convencer a los demás de su
justicia.
La rabia
social debe ser canalizada a través del juicio y la discusión. De no ser así,
esta propia rabia deslegitimara la protesta por una falta de articulación y
capacidad de diálogo. Politizar la rabia
social es la única manera de hacer algo con lo que somos y lo que nos pasa. Ser
capaces de transformar a los demás transformándonos a nosotros mismos